San Luis Gonzaga
Exquisito Patron y modelo de la juventud. Nació en 1568, Fiesta: 21 de junio.
Desde su más tierna infancia manifestó Luis un carácter muy varonil y belicoso. Eran vivas sus aficiones militares. Sus gestos eran enérgicos, sus ojos revelaban audacia. El marqués miraba complacido el alborozo del niño ante los desfiles, las armas y los cañones. Un día, mientras su padre y los soldados dormían la siesta, cogió a un sargento un bote de pólvora, cargó con ella una pequeña pieza de artillería y prendióle fuego. Al dispararse el cañón, el niño cayó mal herido debajo de las ruedas. El padre no perdonó aquella indisciplina, y con ella se hizo Luis muy popular entre la tropa. Esto le llevó a una gran familiaridad con todos los soldados, de los cuales aprendió ciertas palabrotas que, a veces, pronunciaba con la más absoluta ingenuidad y candidez. Naturalmente, él no sabía la significación de aquellos términos; sólo sabía que cuando los soltaba, una risa general estallaba en torno suyo. Hasta que un día, estando en el castillo con su madre (pues el marqués se hallaba ausente, por una temporada, en la Corte del rey de España) dijo con toda su frescura y ante el mismo ayo alguna de aquellas expresiones; por lo cual el ayo le reprendió. El niño comenzó a llorar, y lloró durante toda su vida este gran pecado, según él lo llamaba.
Había comenzado la época que el Santo llama de su conversión. Por obediencia a su padre, va de corte en corte, de fiesta en fiesta, pero su mente y su corazón están ya para siempre muy fijos en el cielo. Línea de pureza, de oración y de austera penitencia. Al cumplir los doce años, vive ya en las más altas cumbres de la contemplación. "Todos sus pensamientos -decía más tarde uno de sus criados- estaban fijos en Dios… Cuando le llamábamos príncipe y señor, solía él decir: Servir a Dios es harto más peligroso que tener todos los principados del mundo".
Al mismo tiempo que la oración, fue cultivando los estudios. Y con el estudio y la oración unía la caridad, recorriendo frecuentemente las calles de Castiglione para socorrer a los desgraciados, corregir a los maleantes o enseñar la doctrina a los otros niños. Muy jovencito sufrió una enfermedad, que los médicos curaron con un régimen riguroso de abstinencia. Esto le dio pie para seguir observando su ayuno de enfermo. "Lo que antes hice por el cuerpo -decía- bien lo puedo hacer ahora por el alma".
Salido de aquella dolencia, recibió la Primera Comunión, de manos de San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, que había venido a Castiglione en viaje de visita. Aquel momento fue para Luis el principio de una vida nueva. Un ideal más alto -el de la vida religiosa- empezó a brillar delante de su mente. Fue en España donde formó la decisión inquebrantable de renunciar a todo su porvenir mundano. Había venido a la corte de Felipe 11 como paje de los infantes, y más que nunca se encontró metido en las etiquetas palatinas, en las fiestas cortesanas, y en la recepciones. Ante el monarca más poderoso de la tierra, en Madrid, capital de un Imperio que se estremecía con el ruido de las victorias y de las conquistas, determinó irrevocablemente su vida futura y sin demora ni titubeo se presentó a su padre para decirle: "Quiero hacerme jesuita".
La lucha entre padre e hijo fue tenaz y prolongada. El joven razonaba, suplicaba, discutía respetuosamente. El marqués no quería escucharle y seguía mirándole colérico. Sospechando que la austeridad y el carácter grave de la corte española estaban ensombreciendo el alma de Luis, procuró trasladarle nuevamente a Italia. Las cortes italianas ofrecían, ciertamente, superiores seducciones: todo eran allá magníficos palacios, cortejos de amor, risas de damas, danzas, juegos y conciertos. Fue un tiempo de formidable tentación. Viose Luis obligado a caminar a través de todos aquellos regocijos, pero no perdió ni una brizna de su riquísima vida interior. Mientras la corte se divertía, él rezaba y meditaba. Transcurrió una larga temporada y el marqués encontró a su hijo tan firme en su propósito como antes. Luis resistió, sin desobedecer jamás a su padre. Después de cuatro años, el marqués se declaró vencido.
En los últimos días del año 1585 Luis entra en el Noviciado de Roma, después de abdicar el marquesado en su hermano Rodulfo. Se entrega a los ejercicios religiosos. Dios quiere que al principio sienta un poco de desconcierto: sufre aridez y oscuridad de espíritu, no experimenta los inefables consuelos que se había imaginado. Su constancia, ayudada por la sabia dirección de San Belarmino, le atrae a raudales la bendición divina, y su alma llega a las alturas de la vida extática.
Una maligna enfermedad va minando su existencia; la fiebre consume su cuerpo desmedrado. No importa. Continúa con sus penitencias, con sus estudios, se entrega a las obras de la más inflamada caridad para con los enfermos y los apestados, en días trágicos para la ciudad de los Papas. Calentura y amor son los verdugos que acaban con su vida temporal para colocarle en los umbrales de la eterna, a sus veinticuatro años.
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